En Nicaragua la desigualdad es tanto un problema económico como político. Este fenómeno no sólo tiene raíces en la histórica concentración de la riqueza en pocas manos, sino que ha sido agravado por el régimen autoritario que se ha consolidado, especialmente desde 2018.
Los regímenes autoritarios, como el de Nicaragua, necesitan una estructura económica que les permita mantenerse en el poder. Este modelo económico autoritario no sólo financia la maquinaria represiva del Estado, sino que también otorga privilegios a un grupo cercano al poder. En un primer momento, este modelo se construyó sobre el pacto entre el gran capital y el Estado, donde los empresarios alineados con el gobierno disfrutaban de grandes beneficios, a costa de los derechos laborales y la democracia; lo que conocemos como el “modelo de diálogo, alianza y consenso”.
Sin embargo, desde 2018, con el desgaste de ese modelo y el aumento de la represión, el régimen se ha visto obligado a reinventarse. Ya no se trata sólo de enriquecer a los grandes empresarios o a las élites afines a ellos; ahora es necesario recompensar a una red de operadores que mantienen el control social mediante la violencia y el miedo, lo que podríamos llamar un “grupo especializado en la violencia”. Este grupo incluye a paramilitares, alcaldes que apoyan la represión, militantes que espían a sus vecinos y empleados públicos que persiguen a opositores.
El totalitarismo instaurado en Nicaragua, en el cual las personas están vigiladas cuadra a cuadra, genera un alto costo económico que ya no es posible pagarlo únicamente con fondos públicos o a través de mecanismos aparentemente legales, sino que se requiere de un sistema de “corrupción autorizada”, en el que se permite a este grupo especializado abusar de su poder para su propio beneficio mediante prácticas corruptas, considerándose así compensados por su lealtad y servicios al régimen.
Esta corrupción tiene distintas manifestaciones, desde el tráfico de influencias en contrataciones y compras estatales, hasta el nepotismo en la administración pública. El cobro de pagos irregulares, del que da cuenta esta investigación, es una de estas manifestaciones. El régimen ha autorizado, o bien facilitado por la poca fiscalización a funcionarios e instituciones públicas, el cobro de sobornos o extorsiones, obligando a la ciudadanía a realizar pagos ilegales en 1 de cada 2 trámites que lleva a cabo en una institución pública, lo que representa, en promedio, el 5% de los ingresos familiares.
Además, el modelo económico autoritario se complementa, como lo han señalado investigaciones independientes, con la extorsión como método de recaudación tributaria, con una economía concentrada en pocas manos, con poco beneficio local y con la expulsión masiva de nicaragüenses para el envío de remesas, todos rubros que únicamente pueden funcionar como lo hacen gracias a políticas de persecución y represión. Es decir, los pilares de este modelo económico autoritario son la corrupción y la violencia de Estado.
Este modelo económico autoritario genera una constelación de elementos que profundizan la desigualdad. La falta de inversión pública, la ausencia de regulación en los precios controlados por empresarios afines al régimen, la imposibilidad de negociar mejoras salariales o de protestar contra condiciones laborales abusivas o impuestos regresivos, son solo algunos ejemplos de cómo este sistema oprime y explota a los nicaragüenses.
La corrupción generalizada que experimenta día a día la ciudadanía solamente genera mayor descontento. Como la represión, la corrupción ha invadido todos los aspectos de la vida, y la falta de inversión social, junto con los recursos cada vez más escasos para mantener las redes clientelares, ha creado una olla de presión que podría estallar en una nueva crisis social. Consciente de este riesgo, el régimen ha comenzado a purgar a aquellos que han abusado de la “corrupción autorizada”, sabiendo que su propio modelo económico autoritario podría desencadenar la próxima crisis política.
Esta investigación, en la que participaron más de 1,000 personas en 148 municipios de todos los departamentos del país, confirma lo que desde Urnas Abiertas hemos señalado, el régimen totalitario de Daniel Ortega y Rosario Murillo no solo perpetúa la represión y la persecución política, sino que también genera otros efectos, como es la profundización de la desigualdad en el país. La corrupción exige relativamente más dinero a personas con menores ingresos o en situación de pobreza en comparación a las que tienen mayor poder adquisitivo.
Desde Urnas Abiertas, seguiremos insistiendo en que, para transformar la realidad de exclusión y marginación que sufre la población nicaragüense, no solo es necesario un cambio de gobierno. Es urgente adoptar medidas serias que enfrenten la corrupción, reduzcan la desigualdad y fortalezcan las instituciones democráticas en un futuro gobierno de transición. Si no cambiamos el sistema, nuestro futuro y el de las próximas generaciones seguirá comprometido por un modelo económico heredado del régimen autoritario, perpetuando un ciclo de pobreza y opresión que nos afectará a todas y todos.
En última instancia, es necesario comprender que la lucha contra el soborno y la corrupción en general no es solo una cuestión de ética, sino una cuestión de supervivencia para la mayoría de las y los nicaragüenses, que enfrentan día a día los estragos de un sistema que los oprime y margina.
Estos son los principales resultados de la investigación “El costo de la corrupción en Nicaragua. Un estudio sobre soborno”:
- El 58% de las personas que realizaron al menos un trámite en una institución pública durante el primer semestre de 2024 tuvo que hacer un pago irregular, ya sea por soborno o extorsión.
- En promedio, los pagos irregulares absorben el 5% de los ingresos mensuales de las familias.
- Las familias con ingresos de C$6,000 o menos pierden, en promedio, el 7.5% de sus ingresos mensuales en pagos irregulares, una cifra superior al promedio general. En el caso de las mujeres, este porcentaje sube al 10%.
- Las familias con ingresos superiores a C$37,000 son las que menos pierden en pagos irregulares, destinando, en promedio, C$256 mensuales y 3% de sus ingresos, en términos absolutos y relativos respectivamente.
- El 45% de los pagos irregulares son solicitados por funcionarios públicos (soborno pasivo); el 33% los ofrece la ciudadanía para agilizar trámites (soborno activo); y el 23% son exigidos por imposición de las autoridades (extorsión).
- Los departamentos que reciben los montos más altos en pagos irregulares, en promedio son: Rivas (C$51,506); Matagalpa (C$48,014); Masaya (C$35,083); Estelí (C$30,750); y Chinandega (C$28,240).
- Las alcaldías encabezan la lista de instituciones con mayor participación en cobros irregulares a la ciudadanía, con un 12% de los pagos atribuidos a ellas, seguidas por la Policía Nacional con un 9%, la Dirección General de Ingresos (DGI) con un 4%, y en cuarto lugar, con un 3%, se encuentran la Dirección General de Aduanas (DGA), el Ministerio Agropecuario (MAG), el Ministerio de Salud (MINSA) y el Consejo Supremo Electoral (CSE), respectivamente.
- Las y los dueños de negocios tienen la mayor probabilidad de realizar pagos irregulares, con un 81.3%, seguidos por trabajadores por cuenta propia, con un 67.5%. Esto refleja la alta vulnerabilidad de estos grupos debido a su frecuente interacción con instituciones del Estado.
- En la mayoría de las ocupaciones, las mujeres destinaron, en promedio, una mayor cantidad de dinero a pagos irregulares en lo que va de 2024, salvo en el caso de los trabajadores por cuenta propia, donde fueron los hombres quienes pagaron más.
- El 35% de las personas que tuvieron que hacer un pago irregular reportaron haber cambiado sus hábitos, siendo la autocensura el principal cambio (61%), seguido por la intención de migrar (20%).
- En cuanto a la percepción, el 97% de los encuestados señaló que los pagos irregulares aumentaron en comparación con el año anterior, mientras que el 78.3% considera que los pagos irregulares serán mayores en los próximos 12 meses.
- El 16% de los encuestados mencionó haber enfrentado situaciones de extorsión sin haber iniciado ningún trámite, ya sea en sus hogares, negocios o lugares de trabajo.